lunes, 24 de marzo de 2014

Carta Pícaro del Siglo XXI

Tal y como usted me lo ha pedido, comenzaré a contarle todo lo que recuerdo sobre mi pasado. Me llamo Ali Hussain y nací en Chittagong, en Bangladesh. Mi padre se llamaba Abul Hussain y trabajaba en el puerto de la ciudad. Mi madre se llamaba Manibha, pero ella murió justo después de darme a luz. Mi padre jamás logró superarlo del todo, así que se amarró a mí, decía que yo era lo único bueno que le quedaba en esta vida. Él nunca me dejaba solo, así es que desde que era muy pequeño lo acompañaba al puerto donde él trabajaba. Aquello era un deshuesadero de barcos. Allí acudían barcos de todas partes del mundo para ser desmontados. Sus piezas eran reparadas y vendidas por una cantidad miserable de dinero. El lugar era horrible. Mis pies descalzos se hundían en el barro mezclado con petróleo, residuos y excrementos. El sol y el viento corrosivo me quemaban la piel y el aire era muy denso y muy difícil de respirar. 



Apenas teníamos para comer, pero mi padre insistía en llevarme a la escuela. A mis siete años de edad conocí a una chica nueva en el colegio. Se llamaba Salma y era más o menos igual que yo. Pelo negro, ojos oscuros, piel morena... pero ella... ella era hermosa. Se convirtió en mi primera amiga, hasta el momento nunca me había relacionado con niñas. Mi amiga no era pobre como yo. Tampoco era rica, pero podía permitirse muchas más cosas que yo. No tardé en enamorarme de ella, pero de verdad. Era especial. Siempre anduvimos juntos, pero nunca llegué a ser más que un amigo para ella. Cuando cumplí diez años tuve que dejar de verla, mi padre ya no vendía tantas piezas en el mercado y me vi obligado a dejar la escuela. Seguí acompañando a mi padre a aquel miserable lugar donde trabajaba. Catorce horas al día sin descanso. Ayudaba a cargar planchas metálicas, pero nada más, mi padre no me dejaba acercarme a los barcos que llegaban, algunas planchas caían de los más alto de las embarcaciones provocando la muerte del que se encontrara debajo. Un día presencié uno de esos accidentes. Una gran plancha de metal oxidada cayó de tal forma que aplastó brutalmente el cuello de mi padre. Me invadió un gran desasosiego, por un momento no sabía si pensar que fue algo incierto, una alucinación. Sólo miraba a aquellos compañeros de mi padre intentaban apartar la pieza de su cadáver. Otros dos trabajadores me tomaron de los brazos y me obligaron a marcharme de allí. Vi claramente cómo arrojaban a mi difunto padre al mar de petroleo y desecho. Las lágrimas brotaban de mis ojos y caían con rapidez por mis mejillas. No pude evitar una mueca de dolor que me hizo apretar los dientes, fruncir el ceño y cerrar los ojos con fuerza. Miré asustado a los hombres que me habían arrastrado fuera del puerto, cuyas últimas palabras fueron: ''Lo siento, hijo''. Observé cómo se alejaban para seguir trabajando. ''La vida aquí no vale nada.'', me dije. Me pregunté qué iba a pasar conmigo, nadie iba a ocuparse de mí. Me senté allí durante horas sólo para mirar con odio aquel asqueroso lugar que se cobraba vida tras vida con tanta facilidad. Detestaba el olor del petróleo que de allí venía. Aún temblaba a causa del impacto. Las última imágenes de mi padre recorrían mi mente de manera fugaz pero devastadora. Me mantuve inexpresivo. Me levanté y eché a andar tambaleándome. Anduve durante mucho tiempo en no sé dónde buscando no sé qué. Siempre había sido un chico feliz, pero en ese momento realmente me percaté de lo miserable que era mi vida. Tenía hambre. Nunca había buscado en la basura, pero no se me ocurrió otra cosa. Metí la cabeza en una de las papeleras que había en la calle en la que me encontraba. Sentí la mirada de alguien. Me di la vuelta y vi a un niño pequeño que contemplaba mis ojos fríamente. Lo único que me dijo fue que esa era su comida y que la dejara en paz. Aquel niño me dio auténtica pena. No tendría más de seis años. Me alejé y lo dejé estar. Un buen rato después llegué a la estación de trenes de Chittagong. Era el único lugar donde podía dormir, así que me adentré en ella. Había más gente allí. Más niños, incluso gente mayor, ancianos. A ninguno de ellos pareció importarle mi llegada. Me quité la camiseta que llevaba puesta, la tendí en el suelo y me senté sobre ella. Allí dormiría. A mi lado había otro chico. Tenía más o menos mi edad. lo saludé y él sonrió. Le devolví la sonrisa, me transmitió una tremenda confianza.


Resulta que se llamaba Ahmed y que su padre también trabajaba en el puerto. Aunque, a diferencia de mi padre, el suyo seguía vivo. Me contó que sus padres no lo querían en absoluto. ''Esto no está tan mal, al menos aquí no me pegan.'', declaró mi nuevo amigo. Después de contarle mi historia quedó asombrado. No es que hubiera sido una odisea, pero cada uno lo vive con una intensidad distinta. Me preguntó si me encontraba bien y yo sólo me quedé callado, no sabía qué decir. Me miró con pesar, con verdadera aflicción, pude leer en sus ojos que realmente estaba consternado. De pronto todas las luces de la estación se apagaron. Ahmed se tumbó sobre su fina manta ya sucia y rota por el paso del tiempo y dijo: ''Buenas noches, amigo''.



Viví con él en la estación durante unos cuatro años más. Durante aquellos cuatro años nos divertíamos robando juntos a la gente rica que pasaba por el andén o buscando restos en la basura. Sí, era divertido, al menos con él sí lo era.
Una tarde, mientras acechábamos a la gente del andén, a uno de los hombres ricos que pasaba por allí se le cayó algo del bolsillo de la chaqueta. Nos acercamos discretamente a ver qué era. Ahmed lo recogió del suelo y lo examinó. Era algo blanco, pequeño y alargado. Olía bastante raro. Nos fuimos a sentar a un lado del andén. Mientras nos preguntábamos qué podía ser un anciano se acercó y preguntó: ''¿Es eso vuestro?''. Respondí que nos lo habíamos encontrado y que no sabíamos qué era. El viejo rió y dijo: ''Hijo, eso se llama cigarro''. Sacó del bolsillo de su pantalón una cerilla, prendió aquella cosa y nos explicó cómo se usaba. Luego el hombre se alejó. No me gustaba esa cosa. Ahmed insistió en probarlo. Yo acabé por no hacerlo, no lo quería, no me agradaba y punto. Él lo probó y le gustó. Al principio tosió un poco, pero luego el humo emanaba de su boca como si de una fábrica se tratase. Le gustó tanto que quiso repetir. Para ello comenzó a robar con una ambición mayor que ganarse el pan. Con el paso del tiempo y varios cigarros robados consumidos cada día fue perdiendo el control de sus emociones, y, por tanto, de sus actos también. Nunca paraba de repetir que necesitaba un cigarro, lo decía todos los días y a todas horas.


Para cuando ambos habíamos cumplido los dieciséis años de edad él tenía el cerebro hecho trizas. Fumaba las colillas del suelo, le traía sin cuidado qué clase de cigarros fueran. Cuando no conseguí lo que quería se enfadaba y gritaba que la vida es miserable. Verlo así era un infierno, una constante tristeza. Efectivamente, su vida sí que era miserable en ese momento. Si bien no se había suicidado llegados a este punto era por que yo lo vigilaba y lo cuidaba día y noche. Él era mi única familia.
Una noche, sólo algunas horas antes de que cerraran la estación, Ahmed se dispuso a robar a una mujer que transitaba. ''Has tenido bastantes cigarrillos por hoy, Ahmed'', le grité mientras le sujetaba. Me ordenó que le soltara. Me mordió, me arañó, incluso hizo un esfuerzo por romperme el brazo. Finalmente me empujó y caí al suelo liberándolo de sus ataduras. Ahmed corrió velozmente hacia la mujer. Me levanté lo más rápido que pude y fui tras él. Me aferré a su camisa medio rota. Él tropezó y empujó a la mujer. El resultado, como usted ya sabe, fue fatal. El tren se cobró su vida antes de que pudiéramos evitarlo. Ni Ahmed ni yo teníamos la más mínima intención de robar la vida de aquella mujer. Sé que si hubiéramos sido nosotros los fallecidos no habría sido lo mismo. Esa señora tenía familia que la esperaba en casa... tenía una casa, tenía una vida de verdad y algo por lo que luchar y mantenerse firme. Puede usted creerme o no, pero le aseguro que la honestidad es una de las pocas cosas que aún no me han abandonado en esta vida.


                                                 Todas las imágenes con licencia CC.


miércoles, 12 de febrero de 2014

Complemento de régimen.

Una vez tuve un hogar. Aún recuerdo el último día en el que estuve allí. Fue un radiante otoño. El otoño más bello que jamás he tenido la oportunidad de vivir.El árbol que reposaba junto a mi ventana filtraba con sus hojas anaranjadas la deslumbrante luz del sol. Sólo algunas pequeñas nubes rezagadas deambulaban por el cielo. La estación había cubierto con un manto de colores cálidos toda la región. Las hojas caían como copos de nieve. El sonido de su roce parecía el rumor de las olas del mar. Sus colores no tenían nada que envidiarle a las flores en primavera. La estación perfecta. De pronto nada me apetecía más que sentirlo en mi propia piel. Tomé mi vieja bicicleta. Estaba algo oxidada, pero para mi sorpresa las ruedas aún se encontraban en un estado aceptable. Aquella fue la última vez que la usé. Salí al exterior cerrando la puerta tras de mí. Una brisa fría y húmeda inundó mi cuerpo rápidamente, pero no me estremecí lo más mínimo. Mi bufanda y mi pelo ondeaban al son del viento que llegaba desde el oeste. Me monté en mi bicicleta y comencé a pedalear. El aire en mi cara me hacía sentir libre. Dejé atrás mi avenida y me dirigí a las afueras de la ciudad, donde había un parque. Los caminos de grava estaban rodeados de árboles altos e imponentes que también se desprendían poco a poco de sus hojas. El lago del parque centelleaba y reflejaba los colores de los alrededores. Aquello era formidable. Nunca me había sentido igual. Sabía que pertenecía a otro lugar y que partiría al día siguiente para encontrarlo, pero en mi vida de trotamundos jamás he visto un otoño tan hermoso como el de mi ciudad. Tal vez mi destino no sea un lugar concreto, tal vez mi destino sea el mundo entero. Cada punto de este planeta tiene algo que adorar.

viernes, 31 de enero de 2014

Oraciones impersonales.

Ocurrió la mañana del diecisiete de enero. Hacía frío, llovía. Las calles se sentían tristes y sombrías a pesar de la notable actividad de la gente. Se movían de un lado para otro tal vez buscando un sitio donde resguardarse de la lluvia o simplemente paseando con sus paraguas en la mano. Yo era de los que paseaba. No sabía muy bien por qué había salido, solo necesitaba algo de aire, olvidarme de todo por lo menos un instante. Observé las tiendas una por una. Una tienda de dulces, unas cuantas de ropa, alguna que otra de electrodomésticos... ninguna me interesaba. No obstante, me acerqué a una de ropa. En el escaparate habían colgado un cartel en el que se leía: ''Rebajas''. Miré el interior intentado buscar algo que llamara mi atención. Nada. Me dí la vuelta y caminé mirando al suelo. El asfalto mojado reflejaba de forma turbia el cielo y mi propio cuerpo. Levanté la cabeza para mirar a mi alrededor evitando chocarme con un hombre alto y robusto. Le pedí disculpas y seguí mi camino a Dios sabe dónde. Anduve y anduve, hasta que en una calle, más bien un callejón, me fijé en el escaparate de una tienda de regalos. Nunca supe a qué olía aquel escaparate, pero me pareció un olor tan dulce que comencé a respirar con más intensidad. Mis ojos vagaban buscando algo especial en aquel escaparate cuando me percaté de la presencia de un viejo souvenir. Una bailarina, de esas típicas de las cajitas de música. Tenía unos rasgos finos y bien tallados. Sus manos pequeñas y sus dedos largos permanecían en el aire y sus piernas, largas y delgadas, se cruzaban de forma delicada. Sus pies se mantenían de puntillas. Acaricié el escaparate sin darme cuenta. Me lo quité de la cabeza, era una tontería. ¿Para qué quería un juguete de cuerda?, no lo necesitaba. Volví a la calle principal otra vez, sin saber qué hacer. Jugué con mis pies dando con la punta de mi zapato en el asfalto mojado. Al levantar la vista la vi. Mi sangre hirvió. Todos mis sentidos prestaron atención. Ella. Qué hermosa era. Una copia exacta de aquel souvenir en vida. Era una mujer realmente bella. Su cabello le cubría toda la espalda y brillaba incluso con la ausencia del sol. La miré hipnotizado por completo, absorto en su rostro angelical. Estudié cada centímetro de su cuerpo. La sentí tanto y tan cerca que incluso casi pude notar su aura. Pasó de largo. Yo la seguí con la mirada. Se alejó. Se hizo más pequeña. Se fue. Se desvaneció. Todavía sigo buscándola entre la multitud. Todavía ansío hallar la miel en sus ojos. Cada noche sueño con ella, aunque ya es difícil, el recuerdo de su cara se borra lentamente. A veces aún voy a la tienda de regalos a mirar a aquella bailarina para avivar su imagen. Cada segundo me pregunto dónde estará ella ahora.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Noticia.

          La leyenda cobra vida en el Monte de la Ánimas.                    

Un hombre desaparece la noche de los difuntos en el llamado ''Monte de las Ánimas'', en Soria. Un testigo que no pudo salir de aquel lugar en toda la noche nos narra los echos que presenció.


La pasada noche del dos de Noviembre (Día de los difuntos) un hombre llamado Alonso fue declarado desaparecido tras ir en busca de un objeto perdido de su prima en el Monte de las Ánimas. Un cazador que permaneció allí durante toda la noche nos dio su testimonio. El testigo afirma que pudo ver a los cadáveres de los antiguos templarios y de los nobles de Soria resurgir de sus tumbas, además de caballeros en sus corceles persiguiendo a una joven que gritaba de dolor mientras daba vueltas al rededor de la tumba de Alfonso.
 La prima de la víctima, Beatriz, pasó toda la noche esperando a que Alfonso volviera. A la mañana siguiente llegaron sus servidores para anunciarle la muerte de su primo, que había aparecido devorado por los lobos en el monte.